JAVIER CUERVO
¿Había ese entusiasmo o lo pone el recuerdo? Fueron tiempos muy ocupados para el avilesino Miguel Solís Santos, que a los 24 años aceptó escribir algo «por la causa» del bable y le salió «Les llamuergues doraes», «la primera novela en asturiano».
Cuando descolgó el teléfono, Miguel Solís no sabía que le iban a hacer una propuesta, que la iba a aceptar y que, por medio de ella, quedaría en la pequeña historia reciente de la región.
Era una mañana de abril de 1981, tenía 24 años, una licenciatura en Biológicas que le servía para ser ecologista y dar clases particulares de las asignaturas de Ciencias a chavales de BUP. Estaba solo en casa de sus padres, en la calle Cuba, escribiendo, y se levantó para atender el teléfono. La llamada era para él, de Xosé Lluis García Arias, presidente de Conceyu Bable.
Conceyu Bable era una organización cultural que había nacido antes de la muerte de Franco para reivindicar la lengua asturiana. Solís había ido sabiendo de ellos a través de la página que mantenían en la revista «Asturias Semanal». Le fascinaba que pudieran tratar cualquier tema en una lengua que hasta entonces parecía relegada a la poesía festiva y a ensalzar la belleza de la aldea. En la revista de Graciano García escribían en bable de la crisis de Ensidesa o de toponimia demostrando que servía para todo tipo de asuntos.
Solís Santos recuerda como luminoso el 3 de agosto de 1975, «Día de la Cultura» en Gijón, cuando se acercó al tenderete de Conceyu Bable y se hizo socio.
Lo que le atraía del asturiano no era fácil de explicar. Se trataba de escribir algo que no fuera castellano, que actuara como un código muy suyo. Era una llamada visceral porque tenía en los oídos palabras que no aparecían en la lengua estandarizada. Su madre era profesora de piano y su padre administrativo del INP, ambos avilesinos, y en casa mezclaban palabras asturianas en su castellano. En Avilés, una ciudad de inmigrantes, tampoco se podía ir por la calle oyendo sólo asturiano. En el instituto y en los Agustinos, donde había estudiado, se hablaba castellano y se corregían las expresiones asturianas pero no con una represión que dejara cicatrices. Mucha gente llamaba al asturiano hablar mal, pero a Miguel Solís ver que había gente que lo empleaba con tanta seriedad le causó buena impresión.
Desde pequeño le gustaba escribir. A los 12 años subió a las tablas del teatro Campoamor de Oviedo para que Félix Rodríguez de la Fuente, el amigo de los animales, le distinguiera entre los finalistas del concurso de cuentos de Coca-Cola.
Redactando en asturiano, Miguel había ganado ese mismo año, ex aequo con González Quevedo, el premiu Diputación d’Asturies (antecedente de lo que hoy es el Xosefa Xovellanos) con el relato «Ástor o un ensayu pa una nuea Mitoloxía» y García Arias, que coordinaba y dirigía la colección Seminario de Llingua Asturiana, le propuso que escribiera algo por la causa, que se lo publicaría.
Miguel dijo que sí inmediatamente y empezó a rumiar que había bastante poesía y cuentos en bable pero no algo largo?
Sin tema, trama, experiencia ni técnica, aunque sí criterio de que habría presentación, nudo y desenlace y el modelo de muchas lecturas desde pequeño, cuando la ciencia le escoraba más hacia Julio Verne que hacia Emilio Salgari, empezó a acariciar la ambición de escribir una novela.
«Escribe lo que quieras»… La eclosión fue en un viaje en Alsa a Oviedo a hacer no recuerda qué. A la mañana siguiente, en el hervor de las cabezas obsesivas, la idea iba subiendo. «¿Y por qué no?» respondía, desafiante, a sus temores
Sería más largo que los cuentos a cuya medida estaba acostumbrado y no hablaría de cosas de Asturias ni de la gente de la que trataba siempre en asturiano. Un balneario, burguesía años veinte, un asesinato, dos personajes -la hija del asesinado y un médico- fueron poblando unas holandesas escritas primero a pluma y pasadas después a máquina con dos dedos veloces y mucho tippex corrector en una ruidosa Erika.
«Les llamuergues doraes» salió a trompicones entre la primavera y el verano de 1981, de alguna noche en vela y de los tiempos vivos, entre los exámenes de sus alumnos particulares, al final de los paseos con Vivi Marquínez, con la que preparaba la boda, y de las tardes conspirativas en el Dakar Bar, cerca de la ría, con Vivi, con Andrés Treceño, César «el Maniegu», Xuanín y Elena Solas, Xabel Villabrille, Nando Gallego, Xulio Elipe, entre el humo y el entusiasmo infinito que producían ellos mismos en aquel local destartalado, amplio y de techos bajos. Allí, aquella pandilla de apariencia existencialista, todavía reciente el intento de golpe de Estado, con barbas a su salir y alguna pegatina en el abrigo, organizaba el mundo en la creencia de que sus piezas podían moverse y de que a la parusía de la oficialidad del bable le quedaban 48 horas.
Solís iba enseñando a sus padres, a Vivi, las páginas que salían de su cabeza y de la barra de su Erika, mejoraba el vocabulario en las correcciones y avanzaba por aquel medio centenar largo de holandesas, encajando la trama, desplegando los personajes.
En agosto de 1981 la acabó y la entregó a García Arias. Se casó en septiembre.
La presentó en enero de 1982, avalado por el profesor de Literatura de la Universidad Álvaro Ruiz de la Peña y por Santiago Díaz, y ambos debieron ser favorables al libro, aunque su nerviosismo sólo le dejaba atender a las palabras que tendría que pronunciar él en la antigua Casa de Cultura de la calle Jovellanos, en un salón más que mediado por familiares, amigos, asturianistas y ciudadanos que por entonces iban a todo. Fueron momentos magníficos.
Sólo tiempos después vino lo triste, cuando descubrieron que el mundo no era como pensaban y no rucaron nada.
(de La Nueva España, 07-02-2010)
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