ALFONSO GARCÍA
Las lenguas minoritarias, como prácticamente todo lo minoritario, pese al valor que poseen, están siendo borradas de un plumazo ante la pasividad de quienes tienen la obligación de preservarlas y promocionarlas. Mantengo como norma que cuantas más lenguas se hablan en un país, más riqueza tiene, puesto que un idioma no otra cosa es más que cauce de una civilización y transmisor de una sabiduría y unas determinadas formas de vida. Quien no entienda esto, para mí tengo que prácticamente nada entiende o quiere entender del asunto. Y es, creo, la única interpretación posible a la hora de la recuperación de las lenguas vernáculas, al amparo del artículo 3.2 de la Constitución. Se trata, por tanto, de ser respetuosos al menos con ellas y no sumirlas en los anaqueles del desprecio y, como consecuencia, del olvido. Este rechazo, tan característico, universal y doloroso entre nosotros en tiempos no tan lejanos, se fundamentaba en la sospecha –siempre la sospecha bajo la mirada del ojo que todo lo ve- de que las lenguas minoritarias son alimento de nacionalismos, de la dimensión que sean. Por supuesto, las lenguas no están al servicio de ningún nacionalismo, que no es esa su función, sino de la comunicación de las gentes. Otra cosa distinta es que la persecución haya producido, inevitablemente, efectos contrarios. La lengua, para bien o para mal, ha estado siempre unida al poder, del tipo que sea, económico o político. En este último caso, incluso ha jugado un papel muy importante, tanto para separar como para unir. Piénsese, como confirmación, en los casos del Imperio austro-húngaro, Italia o Alemania.