FULGENCIO ARGÜELLES
Había un almanaque de San Antonio colgado en la pared de la cocina en el que mi madre anotaba las barras de pan que le debía a la panadera, y había tenderos muy serios con mandilones azules que vendían todos los productos del mundo, y mieleros de rica miel y copleros con látigo y titiriteros dolientes, y había una radio en la que sonaban canciones tristes encargadas por enamorados sin nombre, y también había una bicicleta verde que no era para los veranos sino para que mi padre acudiera cada día a su trabajo en la mina, y había una escuela con mapas y crucifijos y con tinteros de porcelana, y el tiempo se alargaba hasta quedarse dormido enriba les talamberes. Y en este tiempo en el que nadie parecía envejecer había una lengua con la que aprendíamos a nombrar las cosas, una lengua que parecía nuestra porque explicaba como ninguna otra lo que nos pasaba por dentro y por fuera, una lengua abarrotada de palabras sonoras y cordiales, ásperas unas como la piedra caliza, suaves otras como la mantega que mazaba la güela, pero todas ciertas y nuestras.